1.7.06

Arturo Illia: un sueño breve


Visto desde hoy el balance de la gestión presidencial de Arturo Illia destaca por logros innegables, pero en su tiempo fue criticado y ridiculizado hasta la exasperación. Hay pocos casos en la historia argentina donde un presidente lograra un consenso tan rotundo para ser echado del poder. Y hay pocos casos, donde la mayoría de los que abogaron por su despido se hayan arrepentido, asumiendo que fue un error su conducta de entonces.

Esta situación tan peculiar ha impedido un examen a fondo de ese momento histórico. ¿Cuál fue la verdadera responsabilidad del peronismo en su caída? ¿Cómo se gestó la conjura militar? ¿Qué papel cumplió Estados Unidos, disconforme con varias medidas que afectaban a empresas norteamericanas? Analizando la carrera de Arturo Illia desde antes de su llegada a la Casa Rosada, Cesar Tcach explica su acción de gobierno, el clima adverso que lo rodeó y la forma en que los opositores lo fueron cercando hasta lograr su salida. Este análisis se complementa con entrevistas realizadas por Celso Rodríguez a figuras prominentes de los sesenta y con la publicación de documentos hasta hoy desconocidos de la CIA y del Departamento de Estado de U.S.A. Allí queda clara la actitud vergonzosa de ciertos políticos argentinos, peregrinando a la Embajada a pedir el golpe de 1966 y garantizando que nada malo ocurriría tras él.

Arturo Illia: un sueño breve revela de manera brillante, y quizás por primera vez, la trama completa del golpe de 1966 y muestra como la irresponsabilidad de las Fuerzas Armadas y de buena parte de la diligencia política y gremial y la triste indiferencia de la sociedad fueron determinantes para interrumpir la democracia


ARTURO ILLIA UN SUEÑO BREVE de César Tcach y Celso Rodríguez con prólogo de Robert Potash Edhasa, junio 2006, Bs. As.

Un sueño breve

El golpe militar del 28 de junio distó de ser el correlato de crisis económica alguna. El propio Mariano Grondona lo reconocía el 2 de agosto en su revista Comentarios, al señalar que se trataba de una “Revolución espiritual” en medio de grandes cosechas y una relativa bonanza económica. ¿Dónde encontrar espiritualidad en un golpe de Estado? La respuesta entroncaba con los lugares comunes de la cultura política nacional. La Argentina no era concebida como un país más, como una nación entre otras. Lejos de la mediocridad, “el más occidental y menos subdesarrollado de los países del continente” tenía una misión: conducir a América latina “fuera” del mundo subdesarrollado e incorporarla de pleno derecho al mundo occidental. Pero la proa visionaria que inspiraba su epopeya hundía sus simientes en una nueva política y una nueva elite dirigente.

En los meses posteriores al golpe militar, los análisis de la revista Comentarios, dirigida por Grondona, permiten recorrer el imaginario de la “Revolución Argentina” y la cultura política sobre la que se sustentaba. A partir de un diagnóstico certero, una sociedad particularista y fragmentada, consideraba imperativo “un cambio de estructuras” cuya clave residía en el “pase a retiro” de la antigua clase política. Ese pase a retiro –expresión que por sí misma implicaba ya una militarización del lenguaje utilizado en el análisis político– conducía al desplazamiento de una dirigencia cuyas virtudes anclaban en la “artesanía del comité” y el manejo de la promoción electoral. Frente a esa clase política, cuya decadencia era irreversible, el golpe militar habría significado, explícitamente, una operación de “eutanasia política”.

Desde ese punto de vista, la eutanasia justificaba la disolución de los partidos políticos, incapaces de superar el “juicio de residencia” de los militares y la opinión pública. Se apelaba a esta figura –que en la época del dominio hispano suponía un juicio evaluativo de las máximas autoridades coloniales al terminar su gestión– pero a diferencia de entonces, los dirigentes partidarios estaban condenados de antemano: se trataba de un “juicio de residencia” sin posibilidad de absolución.

En reemplazo de esa perimida dirigencia política, irrumpía –de acuerdo con la revista de Grondona– una nueva elite compuesta por técnicos, militares y hombres de empresa. Estos nuevos administradores emergían de los sectores más modernos y pujantes de la sociedad argentina, y estarían destinados a constituir una “nueva clase política”.

Es verdad que frente a la fuerza hegemónica del imaginario que se acaba de describir, el gobierno radical se mostró desinteresado en articular consensos y políticas de alianzas. También fue evidente su ineficacia en el plano de la comunicación política. Pero es difícil precisar hasta qué punto el golpe fue una respuesta a su propia acción, especialmente, con respecto a las Fuerzas Armadas y el sindicalismo, en la medida en que muchas de las líneas de fractura estaban dibujadas de antemano. Un ejemplo es ilustrativo al respecto. En el terreno sindical, Illia intentó modificar –mediante el decreto 969 de marzo de 1966– la Ley de Asociaciones Profesionales: se dejaba en pie una CGT única pero el manejo de los fondos se repartía entre la central, la federación provincial y el sindicato de base, y se estipulaba la participación de las minorías en las direcciones gremiales. Esta iniciativa enfureció a la burocracia sindical peronista.

Pero su práctica desestabilizadora hundía sus raíces en los propios inicios de la gestión presidencial. Los dirigentes sindicales nunca dejaron de concebir las elecciones de julio de 1963 en términos de “farsa electoral”. El cuestionamiento a la legitimidad de origen del gobierno nacional se realizaba en clave antiliberal: el radicalismo expresaba un orden liberal y partidocrático destinado a ser reemplazado por otro capaz de expresar a los verdaderos actores de la comunidad nacional, como los sindicatos, el Ejército y la Iglesia. Para Vandor, las Fuerzas Armadas sentían las inquietudes del pueblo y de la CGT (...).

La primacía otorgada a los factores de poder en la determinación de los procesos políticos formaba parte de un imaginario extendido en la sociedad argentina. No se trataba de algo difícil de entender. Hasta Tato Bores –el gran humorista político argentino– señalaba en su programa dominical: “Los factores de poder están rabiosos”.

En el plano militar, la rabia estaba alimentada por la convicción de experimentar, simultáneamente, una guerra interna y una época de decadencia nacional que sólo su acción podría revertir. Su predisposición al golpismo estaba inscripta en tendencias profundas y de larga duración, irrigadas por crecientes niveles de autonomía institucional que se extendían a la sombra de una misión por demás equívoca: la de defender un metafísico “ser nacional”.

Es por eso que son de dudosa plausibilidad las hipótesis contrafactuales que especularon sobre la posibilidad de evitar el golpe si no hubiese existido anuencia gubernamental al pase a retiro de Onganía o si se hubiesen puesto límites a las expresiones del general Pistarini en su discurso del 29 de mayo, u otros acontecimientos puntuales. A contragusto de esta interpretación, hubo quienes sostuvieron que Illia defendió una “democracia de pizarrón”, y que el golpe fue necesario por haberse agotado la paciencia social (...). En un país de memoria frágil y corazón versátil, la paciencia no figuraba en el listado de las virtudes ciudadanas.

En rigor, la dictadura militar del general Onganía agravó los peligros que pretendía conjurar. La sedicente nueva elite –que de nuevo tenía poco, dado que era también alimentada por los viejos referentes del poder económico (...)– prestó su consentimiento al general Onganía y avaló un nivel de violencia material y simbólica sin precedentes sobre la sociedad argentina.

Desde la clausura sine die del parlamento y los partidos hasta la censura de las minifaldas, desde el coqueteo inicial con la CGT a la represión del sindicalismo, el nuevo gobierno no sólo clausuró una época marcada por la imposibilidad de resolver la cuestión peronista: inició la era de las dictaduras soberanas y fundacionales, es decir, de un tipo de régimen militar que lejos de limitarse a reemplazar las instituciones de un modo provisorio (como fueron los anteriores golpes militares), se proponía la fundación de un nuevo ciclo histórico. El Acta y el “Estatuto de la Revolución Argentina” se situaban por encima de la Constitución Nacional. De acuerdo con Robert Potash, fueron elaborados bajo la “mirada vigilante del general Julio Alsogaray”.

La persistente violencia de “los de arriba” comenzó a legitimar la violencia popular y, paradójicamente, a deslegitimar “desde abajo” los valores de la democracia política, ya de por sí devaluados en el período precedente. La idea de revolución desplazó a la de paz, reforma, parlamento e instituciones representativas, descalificadas como meras cáscaras vacías. Es que el Onganiato fue, en definitiva, el prefacio al apogeo de las grandes organizaciones del peronismo radicalizado y la izquierda revolucionaria.

El 7 de setiembre de 1966, a raíz de la muerte de Silvia Martorell –la esposa de Illia, tan ridiculizada por Eloy Martínez– cerca de cuatro mil personas acompañaron al presidente en su trayecto hacia el cementerio de la Recoleta. Fue despedida con gritos a favor de la democracia y la “patria libre”; luego, una manifestación de jóvenes radicales fue disuelta por la policía en la céntrica intersección de Callao y Santa Fe. Ese mismo día, caía asesinado por una bala calibre 45 de la policía cordobesa el estudiante Santiago Pampillón. A la saña de la represión policial los universitarios contestaron con el lenguaje de las barricadas, haciéndose dueños del Barrio Clínicas (...). La policía no pudo entrar en toda la noche.

Aquel 7 de setiembre, los radicales porteños se dispersaron frente a la represión. Los universitarios cordobeses, en cambio, respondieron a la violencia con la violencia. La distancia entre ambas actitudes marcaría el creciente foso entre democracia y revolución (...).